Ciudad de Panamá, 11 de diciembre, 2025 (IICA). Dayra Montenegro nació y creció en San Lorenzo, provincia de Chiriquí, Panamá, en un hogar donde el campo lo era todo. Sus recuerdos más vivos son de la infancia en la finca familiar, donde cada día comenzaba con la rutina de ir al corral. «Mi papá nos levantaba muy temprano a ordeñar. No teníamos que comprar nada, todo lo teníamos allí. Si nos queríamos comer un banano, simplemente lo agarrábamos».
Ahora, después de estar lejos por varios años, Dayra está de regreso en la finca, llevando a cabo una pequeña «revolución» con metodologías más eficientes y sostenibles que alcanzan también a los productores vecinos.
Su apuesta por la revitalización de la producción agrícola y la implementación de iniciativas que llevan a los cultivadores hacia nuevos horizontes, es el motivo por el que Dayra fue distinguida por el Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura (IICA) como una Líder de la Ruralidad de las Américas.
Montenegro recibirá el premio «Alma de la Ruralidad», el galardón con el que el IICA pretende dar mayor visibilidad a mujeres y hombres que marcan diferencia en los campos del continente, pues son figuras fundamentales para la sostenibilidad y para la seguridad alimentaria y nutricional en la región y alrededor del mundo.
De la universidad a los cruceros, y de regreso a la finca
La vida rural era, para Dayra, un mundo libre y sano, sin distracciones tecnológicas ni presiones externas. «No había teléfonos, no había nada, usted jugaba con lo que tenía allí, no había maldad. Todos los niños a partir de los siete años teníamos tareas, y después de las cuatro de la tarde venía el tiempo de jugar”.
A los diez años, sin embargo, su historia dio un giro. Su padre decidió enviarla, junto a sus hermanos, a la ciudad de David, porque en la comunidad rural no había más que una escuela primaria. «Fue un cambio total. Me encontré con cosas que desconocía, compañeros que habían vivido en la ciudad y eran totalmente distintos a nosotros», cuenta.
Luego continuó sus estudios hasta graduarse como licenciada en Registros Médicos. Su sueño era ser abogada, pero las circunstancias la llevaron a elegir una carrera más compatible con las posibilidades de trabajo.
Terminada la universidad comenzó a trabajar en su profesión. Pero pronto le llegaría la oportunidad de vivir una experiencia que marcó su visión del mundo: se embarcó en un crucero y trabajó a bordo durante nueve años, viajando por Europa, Brasil, Argentina y Asia. «Me di cuenta de que no soy una persona para estar encerrada en cuatro paredes», reflexiona.
Esa vida itinerante le abrió horizontes, pero también reforzó una certeza: su verdadera vocación estaba en la finca familiar. Al regresar a Panamá, intentó nuevamente la vida urbana, pero el llamado de la tierra fue más fuerte.
Decidió retomar la finca de San Lorenzo junto a su padre, que ya tenía 76 años. No fue sencillo: él, como muchos hombres de campo de su generación, desconfiaba de las ideas innovadoras que traía su hija. «Le dije: en vez de talar, vamos a sembrar». Y la perseverancia de Dayra dio frutos: poco a poco, con argumentos y trabajo, logró convencerlo y juntos iniciaron un proceso de transformación.
Así nació un modelo silvopastoril que combinó la siembra de árboles y pastos forrajeros con un manejo sostenible de los recursos. Introdujo los pastos Cuba 22 y Marandú, que se convirtieron en un suplemento fundamental para el ganado.
También instaló cosechas de agua y sistemas de riego sencillos que aprovecharon la lluvia. «Para mí lo más importante es el agua. Si no tiene agua, no hay frutos. Si no tiene agua, no hay vida», resume con convicción. Al mismo tiempo, implementó prácticas ecológicas como el uso de bocashi -el abono orgánico de origen japonés que se prepara con estiércol y hojas secas- y la recuperación de cercas vivas.
En este punto, Dayra se detiene y explica con pasión lo que significan estas prácticas: «Las cercas vivas son árboles vivos, no postes secos. Eso le da vida a la finca, porque sirven de sombra a los animales y mantienen verdes los potreros». En su visión, plantar árboles es la mejor tecnología para el campo: simple, accesible y llena de beneficios. «En vez de deforestar, forestar: los árboles son los que le dan vida al agua y la tierra», remarca la productora panameña.
El camino no fue fácil. Al principio, incluso los vecinos dudaban de sus proyectos. «Decían que era algo que no se podía hacer, que el agua no se ‘cosechaba’, que solo se cosechaban productos. Y yo les mostré que sí se podía». Con el tiempo, su finca se transformó en un referente: de allí hoy los vecinos llevan semillas para replicar las prácticas en sus propias parcelas. Gracias a estos cambios, ya no necesita alquilar terrenos adicionales para alimentar al ganado en la época seca, porque en su finca cuenta con forraje disponible todo el año.
Montenegro destaca que el apoyo técnico del IICA fue clave en este proceso. Gracias a proyectos y capacitaciones, Dayra y su comunidad incorporaron nuevos conocimientos y pusieron en práctica sistemas productivos más eficientes. «El IICA fue como nuestra escuela». Se organizaron prácticas en su finca, «nos enseñaron cómo sembrar y cómo aprovechar un terreno pequeño», cuenta con el teléfono celular apoyado en su camioneta, con un árbol de fondo (como no podía ser de otra manera) y bajo el cálido sol de la mañana en Chiriquí.
Aquellas visitas de los expertos, las capacitaciones y el intercambio con otros productores abrieron nuevas perspectivas y permitieron multiplicar las buenas prácticas en la comunidad. Pero la transformación no se limitó a lo productivo: Dayra también asumió un papel de liderazgo comunitario y hoy es presidenta de la Asociación de Productores Agropecuarios de San Lorenzo.
Desde allí, comparte lo aprendido y acompaña a otros agricultores en la adopción de técnicas sostenibles. «Es importante que en las fincas haya árboles, que se evite el uso de químicos, aprender a organizar una huerta -explica-. Yo no soy mezquina con lo que sé, lo comparto con los demás».
Un plátano de la finca tiene otro sabor
Retomando la conversación sobre el contraste entre campo y ciudad, Dayra dice que se nota, sobre todo, en la mesa. Y lo resume con un ejemplo sencillo: «Usted compra un plátano en la ciudad y no tiene sabor. Usted se come un plátano de mi finca y es dulce, totalmente dulce. El arroz que compra en el súper no sabe igual que el que usted mismo cosecha y pila». En su hogar, los platos más comunes son arroz con frijoles, gallina guisada, tajadas (de plátano) maduras y sancocho con verduras de la finca. «En el campo se come sano, nada de químicos«, remarca.
Para Montenegro, el campo no es solo un lugar de producción, sino también de valores. Le preocupa que muchos jóvenes se alejen de la vida rural, atraídos por la ciudad y el exceso de tecnología. «La mayoría de los jóvenes hoy día están alejados de la práctica, por ejemplo, de levantarse a las cinco de la mañana a ordeñar una vaca».
«Preparar un huerto no es fácil, levantarse y trabajar al sol tampoco -reconoce-. Pero la tierra da». ¿Algún consejo para los padres preocupados por el futuro de sus hijos? «Que les inculquen el valor de la finca, que enseñen a sembrar aunque sea en un pote. Si nos acostumbramos a que todo es comprado, esto se va a perder», lamenta la emprendedora panameña. Los padres de familia, agrega, «deben contarle a sus hijos que el campo es un aliado, es un futuro posible”.
Como mujer, también tuvo que superar prejuicios. En un medio históricamente masculino, Dayra demostró que el género no es un límite. «Me siento orgullosa de ser una mujer empoderada del agro. Sé sembrar, hacer un huerto, vacunar una vaca y también ponerme tacones para ir a la ciudad. Para mí no es ninguna dificultad ser mujer en el campo». Hoy, ella combina el trabajo diario en la finca con su rol como madre y líder comunitaria, transmitiendo un ejemplo poderoso de constancia y compromiso.
El futuro lo imagina en la misma finca que la vio crecer, con más árboles, más conocimientos aplicados y más vida. «En veinte años me veo trabajando, aprendiendo y compartiendo lo que sé. Me imagino sentada viendo todo limpio, con pasto y árboles, practicando todo lo que aprendí», concluye Dayra bajo el sol tempranero de Chiriquí.
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